Las cosas que me encantan de la etimología: descubrir que -quizá- restaurar y restaurante fueron alguna vez conceptos gemelos, gestados casi en el misma intención y acción. Que con la misma voz se invitara a comer y a recuperar las cualidades de lo afectado.

Y entonces, casi en una fantasía, la imagen proyecta un sentido nuevo de la palabra. Nuevo en el terreno de mi corta historia, pero gracias a una huella original distante en la historia humana y aparentemente obsoleta, como los huesos de un esqueleto, se sobrepone a la muerte para renovar y tal vez realinear a las palabras con el aliento vital de su nacimiento. Siento como si pudiera recuperar algo vital y esencial, casi misterioso y sagrado de una palabra, que sin esto, sería una herramienta simple para señalar un algo.

Antes de esta magia de la etimología, un restaurante era sólo un lugar para pedir que alguien sirva una comida por la que pagaría. Y ya está. Nada más. Después de la magia, un restaurante es también el semblante presente de un suceso solidario de sobre-vivencia humana, en aquel tiempo en el que ofrecer la posibilidad de servir alimento a otro era un acto de restaurar un ser. Seguramente cuando nadie habría considerado que el alguien pudiera ser un alma o una mente dividida de un cuerpo. Cuando alimentarse no era sólo eso, sino el restaurarse. El nutrir, volver a levantar y erguir quien se es.

Ya nada vuelve a ser tan simple y tan soso como lo que no tiene historia. Se vuelven las palabras como ruinas arqueológicas que se visitan con cierta reverencia, o con un vinóculo de fino alcance con el que se tiene un pedacito de la intimidad que guarda su pasado.

Y entonces todo vuelve al sentido de la historia y de lo integral.